viernes, 13 de enero de 2012

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La tenía en su red, y él lo sabía.

Atrás quedaron aquellos preciosos colores que le resaltaban en las mejillas cuando se ruborizaba. Perdió su aroma, el color y la alegría. Como una rosa marchita a la que cortaron las espinas para que no pudiera hacer daño a nadie fue secándose lentamente, abandonada y tronchada a su suerte en un jardín seco, y que, para que negarlo, sabía que nadie iba a regar.

Ella no paraba de repetir que todo iba a cambiar, que le dejaran de contar cuentos de televisión, que ya había pasado por esto y que sabía mantener la situación. No era ninguna mosquita muerta, y el hombre del que se enamoró no era como los demás. Él era especial.

Tan especial fue que no era capaz de mover un pie sin su consentimiento. Se dejó cortar las alas por un simple cobarde inseguro que le prometía amor a cambio de sumisión. Que llegaba a casa tarde, furioso y con la boca desencajada, oliendo a perfumes baratos y haciendo equilibrios con los brazos.

Lejos de amarla, para él tan solo era una posesión más, un simple mueble que hacía lo que se le ordenaba. Estas son las historias en las que, a no ser que la princesa despierte a tiempo, siempre gana el malo.


Quique Jiménez Almagro, @AkaJito7

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